Archivo mensual: mayo 2012

Dignidad

Marchita como la hoja de otoño que soy, me visto terapéuticamente alegre para engañar el ánimo. Aplico la máscara: rimel, delineador, base y labial… «para no andar deprimiendo a la gente» escucho en mi cabeza. Es algo que leí por ahí. Mi atención se dirige hacia afuera para no perderme en el gris de mi abismo personal. Me ignoro sola entre los otros solos que esperan el camión en la esquina.

Y vienes caminando tú, un paria, abrazado a tu cuate. Y comparten trago a trago una cantidad ínfima de líquido encerrada en un bote de Frutsi. La masa -imperceptible cual terremoto- les abrimos paso. Son-teporochos-vienen-borrachos-seguramente-van-a –pedirnos-dinero-no vamos-a darles-para-su-vicio… Y te detienes frente a mí medio segundo desafiando la invisible y dura barrera de indigno desprecio y ostracismo. Pese a tu olor a alcohol, cabello enmarañado y vestimenta parda, sostienes una mirada firme, clara, de ojos verdes aún jóvenes, milagrosa e inexplicablemente joviales. No llevan rastro de ironía ni impertinencia cuando escucho tu voz:
—¡Qué bonita se ve usted, señorita!
Mi pared infranqueable se viene abajo con la inesperada gallardía. Sorprendida, pero genuinamente halagada sostengo tu mirada y aun temiendo tu alcohol, mi boca se abre con el gracias que nos termina de bañar de dignidad.

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Tus letras

Las palabras son sombras de cuerpos que se han perdido.
Juan Villoro. Editorial Reforma; abril 20, 2006

Querida tía:

Acabo de leer tu carta. Me ha dado mucho gusto saber de ti. ¡Había pasado tanto tiempo! Te agradezco tus palabras de aliento. En efecto, los muchachos me salieron muy buenos hijos: bellos por dentro y fuera. Saber que disfrutaste la foto de ellos que te mandé vuelve a encenderme el alma con ese reconfortante calorcito que siempre supiste darme.

Bueno, la verdad es que comencé a sentir tu cariño desde que hallé el sobre y reconocí tu letra: las emes simétricas, las eses intrincadas, la cu mayúscula en forma de dos. Tus letras inmediatamente me comunican la alegría de que es un mensaje tuyo. ¡Una alegría diferente a la que me provocaban las letras de él! Sus vocales redondas de igual circunferencia, ligeramente inclinadas bajo el peso de los trazos ascendentes y descendentes me aceleraban el corazón. ¡A veces el papel conservaba el olor de su perfume! Tanto leí sus cartas que dudo se hayan borrado de mi mente el día que las tiré para olvidarlas. Cuando llego a encontrar sobrevivientes letras suyas, vuelo hacia atrás, hasta la distante mañana feliz en que descubrí su declaración de amor envuelta en un sobre manuscrito y cubierto de timbres postales.

En este tiempo de mi vida ya no recibo cartas, sólo lo que llamamos “correos” de Internet. Estos mensajes efímeros me colman con el gusto de la inmediatez y abundancia de las ideas o las emociones vertidas por las palabras de mis remitentes. A veces, la familiaridad incluso me permite escuchar sus voces cuando las leo. Mas con todo y sus virtudes de cercanía y prontitud, antes de destilarse hasta mi corazón, estas palabras entran a mis ojos con la frialdad de una llovizna de gotas iguales, con sus letras iguales, sobre una pantalla siempre igual. Estas palabras sólo tienen sus significados para cobrar vida. A veces hasta es difícil leer los sentimientos que contienen, porque sus letras uniformes, impersonales carecen de intención.

Hoy, en cambio descubrí en un sobre con letras, timbres y sellos postales, una hoja amarilla del bloc que siempre conservabas en la cocina para anotar recados apresurados, recetas recibidas por teléfono o la lista para hacer el mandado. En ella tengo unas palabras hechas con tu letra manuscrita, tipo Palmer, con tus eres de varita (nunca aprendí a renunciar a mis propias eres cuadradas) y tus tildes ascendentes. Impresos en tu saludo están tu sonrisa y el movimiento de muñeca que solías repetir al inicio de cada párrafo. ¡Se me hacía tan elegante! Anunciaba que ibas a manifestar algo por escrito y por ende, de relevancia. Ese respeto que te llevó a repetir tus primeras cartas o mensajes hasta que quedaran sin tachaduras ni faltas de ortografía, te convirtió en virtuosa del arte de pensar antes de externar. Una mirada al rastro de tu pluma sobre el papel revela soltura y vivacidad para expresar tu sentir y tu modo de ser.
De ti tengo tus palabras. Tuyas, porque les diste forma sobre el papel para poder usarlas. Tengo tus letras trazadas con tu personalidad, tu estado de ánimo. Tengo un sobre y una hoja de papel atemporal, trascendental que vuelve a entregarme tu saludo sonriente y tu cariño aunque tú hayas fallecido hace tantos años.
Te recuerda y te quiere,
tu sobrina

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Muger

Era noche de fiesta frente al Teatro de la Ciudad de México. Era noche de luces para la música y la amistad, pero los recuerdos no saben de planes ni de momentos oportunos. Simplemente asaltan y sorprenden. Así son también los fantasmas. No saben de invitaciones, sólo se aparecen de repente.

La letra “g” inicia la palabra grito. Es la que utilizaste para identificarte esa noche a través de la ouija. No diste tu nombre, sólo tu condición: m-u-g-e-r. Justifiqué mi propia ignorancia atribuyendo lo que yo interpreté como error de ortografía a tu falta de instrucción. En tu día las mujeres poco iban a la escuela. Pero, luego aprendí, en tu día también se escribía mujer con “g” de grito.

Te preguntamos dónde había un tesoro. Impaciente, guardaste silencio. Preferiste accionar el señalador para asuntos más personales, como el año de tu muerte: 1-8-2-0. Quizá guardaste silencio porque, como muger, eras pobre.

Entiende que información tan escueta hace imposible buscarte en los archivos. Y aunque se hubiera dado un caso de extrañas coincidencias en que yo te hubiese encontrado, nadie queda aquí para recordarte tal y como fuiste. ¿Por qué negarte al inevitable olvido que la muerte termina por imponernos a los comunes?

¿Por qué persistes en rebelarte renunciando a la paz que seguramente mereces? Nos dejaste muy claro que no hubo paz en tu muerte con ese movimiento de vorágine alocada que impusiste al señalador cuando te preguntamos: ¿De qué moriste? Me hiciste salir corriendo a llamar a don Rafael para que restableciera el orden en la cocina donde nosotros, ignorantes, habíamos jugado con fuego.

Recuerda cómo te dijo él con autoridad que buscaras la luz. Te llamó a la paz y la invocó para ti. ¿Por qué no le hiciste caso? ¿A dónde te fuiste cuando abandonaste tan abrupta al señalador?

La verdad es que no me importó en ese momento. Suspiré de alivio creyéndote por fin en paz. Pero debes de seguir vagando por ahí. Primero hiciste aparecer la ouija que permaneció guardada y ociosa por más de veinte años en la vieja casa de don Rafael, muerto también muchos años atrás. Como no te hice caso ni permití que alguien más lo hiciera, ahora que me encuentro con mis amigos en la acera del antiguo Hospital del Divino Salvador que mira de frente al Teatro de la Ciudad, me pegas de gritos con “g” desde el medallón sobre la antigua puerta que reza: “Asilo para Mugeres Dementes”.

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