Marchita como la hoja de otoño que soy, me visto terapéuticamente alegre para engañar el ánimo. Aplico la máscara: rimel, delineador, base y labial… «para no andar deprimiendo a la gente» escucho en mi cabeza. Es algo que leí por ahí. Mi atención se dirige hacia afuera para no perderme en el gris de mi abismo personal. Me ignoro sola entre los otros solos que esperan el camión en la esquina.
Y vienes caminando tú, un paria, abrazado a tu cuate. Y comparten trago a trago una cantidad ínfima de líquido encerrada en un bote de Frutsi. La masa -imperceptible cual terremoto- les abrimos paso. Son-teporochos-vienen-borrachos-seguramente-van-a –pedirnos-dinero-no vamos-a darles-para-su-vicio… Y te detienes frente a mí medio segundo desafiando la invisible y dura barrera de indigno desprecio y ostracismo. Pese a tu olor a alcohol, cabello enmarañado y vestimenta parda, sostienes una mirada firme, clara, de ojos verdes aún jóvenes, milagrosa e inexplicablemente joviales. No llevan rastro de ironía ni impertinencia cuando escucho tu voz:
—¡Qué bonita se ve usted, señorita!
Mi pared infranqueable se viene abajo con la inesperada gallardía. Sorprendida, pero genuinamente halagada sostengo tu mirada y aun temiendo tu alcohol, mi boca se abre con el gracias que nos termina de bañar de dignidad.