Esta mañana temprano a las ocho salí al mercado. En el puesto del pollo me encontré con Jesusita (mi abuela) y en el de la fruta con su primogénita, mi madrina Jesusita. La primera solía ir al mercado del pueblo a las siete a conseguir pan y calabaza en tacha o camote, para el desayuno del abuelo, y de paso provisiones para la comida. La encontré en el puesto del pollo porque cuando niña me impresionaba verla sacrificar alguna gallina de las que mantenía en la «otra casa» para la comida del día.
La segunda, a las ocho, acudía al mercado de San Antonio en Guadalajara. Le gustaba estar pendiente de los productos de temporada con los que armaba los menús por los que sus hijos la recordarían a lo largo de sus vidas. El frutero del mercado al que yo acudí exhibía los primeros mameyes de la temporada. Por eso recordé que mi madrina estaría allí.
A diferencia de las Jesusitas que quizás por falta de refrigerador en sus primeros años de matrimonio se acostumbraron a ir al mercado todos los días, y continuaron haciéndolo toda su vida, mis provisiones tradicionalmente han provenido del supermercado. Claro, ese monumento a la practicidad no puede competir con la vista, el sabor ni el aroma de la calabacita turgente, el pescado fresco de ojos saltones ni los mangos manchados de su propia miel próximos a reventar –cual piñata– su sabor en el paladar más próximo y dispuesto.
Hoy me fugué a un pasado largamente extrañado de jitomates pegados a una vaina firme tan profundamente verde como la vida que sigue inyectando; a un presente recién descubierto en mí, que ya no frunce la nariz con el aroma del cilantro, no cierra los ojos a los brillantes motivos de las bolsas de mandado, ni se cubre los oídos repeliendo los avances del mercader de las hierbas que promete en una bolsa de salvia una experiencia más alucinante que la mariguana.
Aspiré en plena libertad y gusto las guayabas, las fresas, la piña, la coliflor con esa inhalación profunda con la que sale un buzo a la vida terrestre, un padre burócrata al abrazo de sus hijos, un oficinista al contacto con una rosa.
Sonrío cuando en el mercado paso frente a unas flores “nubecita” que por cinco pesos se van a mi casa. Una mujer me pesa ocho pesos de tierra que me anclarán a la vida con un nuevo soplo del aroma que me recuerda de dónde vengo y a dónde voy.
Esta mujer moderna de iDispositivos, proyectos y cuentas fiscales se reencuentra con una parte de sí misma y uno de los grandes placeres de la vida mientras tiende una mano humilde, emocionada, a las mujeres que la formaron: aquellas que todos los días nutrieron con amor escogido, picado y guisado a sus familias.
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