Los señores grandes abordan la porción del Metrobús reservada a las mujeres, discapacitados y personas de la tercera edad. Lo hacen un tanto resignados porque aceptan con dignidad que su paso ya no es tan firme, ni su espalda aguanta como antes la carga de la calle. Lejos están de aquellos prematuramente encanecidos que se fingen añosos para ingresar a un área donde no tienen que competir con sus iguales, como lejos están de esos jóvenes que fingen dormir, o aprovechan la compañía de una mujer para ocupar el asiento que debieran cederle a la señora cargada con mandado, a la madre balanceando un bebé, o a la joven agobiada por un día de trabajo y horas en el transporte público.
Los señores grandes se toman del pasamanos y enfrentan el vaivén de los frenones simulando firmeza. Las mujeres más jóvenes que ellos titubean entre reconocer la jerarquía del bastón y la dignidad del caballero. Cuando finalmente una se atreve a ofrecerle el asiento a un señor grande, éste se niega con una sonrisa irrefutable en su amabilidad y cortesía. Galante, permanece de pie hasta que la joven dama baja del vehículo. Sí, dama, porque los señores grandes así tratan a las mujeres y en eso las convierten.
Sólo entonces, cuando ya ninguna de ellas viaja de pie, ellos se sientan con la espalda muy derecha, su cabello bien acomodado bajo la gorra o sombrero y su bastón que nunca estorba. Las damas a su alrededor se sienten apoyadas, y de algún modo protegidas, por un modo de ser más sólido que una musculatura cualquiera, por ese temple que da el respeto y que hace grandes a esos señores.