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Mis historias y viñetas

Ojos verdes

Hay un par de ojos verdes impresos en el interior de cada corazón.  En el mío están los tuyos, pequeños y claros, pero más que su aspecto, recuerdo cómo me miraron.

Conocí tus ojos mientras veían una partitura de Cole Porter junto a una alberca en Acapulco. Cuando se percataron de mi curiosa observación, te hicieron volverte con una sonrisa mientras me hacías conversación sobre la música y sus múltiples estrellas. Tus ojos verdes llegaron hasta mi alma.  Supe que me entendían y conocían como nadie antes ni después.

Quedamos de seguirnos mirando en otra oportunidad, así que tuvimos otros dos  breves encuentros en los que las palabras poco se usaron porque tus ojos podían verlo todo: mi desolación, desconcierto, inexperiencia y agradecimiento porque aun así, me veían bella, interesante y deseable.  Al final del túnel en el que yo vivía entonces vi la verde luz de esperanza que ofrecía tu alma, pero el miedo arisco me hizo aferrarme a la penumbra de mi tristeza tan cómoda y familiar.

–Me hubiera gustado conocerte mejor– me dijiste al despedirnos.

–A mí también– respondí.

Y en ese instante me hubiera ido contigo a tu isla lejana y lluviosa si esos ojos verdes tuyos me lo hubieran pedido… pero no logré siquiera preguntarte tu nombre.

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Mercurio

 

Se le conoce en las calles como Mercurio del Asfalto, no tanto por su color como por su velocidad.  Se siente halagado.  Como también se siente halagado por las miradas aprobatorias de su físico nada despreciable para un hombre cincuentenario.  Su mujer cree que por prescripción médica asiste al penosamente escuálido gimnasio de la empresa.

Ésta, como todas las mañanas, Mercurio llega a su edificio abandonado de la esquina e inicia su ritual: primero aspira la inspiración de la mañana, luego abre la mochila y saca el overol amarillo.  Revisa la prenda antes de meterse en ella.  Ya le toca visita a la lavandería.  ¡Qué importa! Mercurio de todas maneras se transfigurará en un héroe de historieta tan pronto abroche el cubretodo sobre la corbata amarilla con chispitas azules que delata su identidad alterna. Sólo le falta el último elemento, la fuente del poder de Mercurio del Asfalto: sus patines “de línea”.

Calzado de velocidad se lanza sobre la oleada de automóviles que se detiene a regañadientes ante la luz roja y, en un zigzagueo relampagueante, recorre veinte a los que ofrece la llave de la comunicación. Al cambio de luz, Mercurio ya vendió tres tarjetas telefónicas. Es hora de volar al puesto de licuados donde tomará el suyo… con espinaca, por supuesto.

De Mercurio es el récord de ventas.

A Mercurio se atribuye la técnica de pasar a media altura entre los autos detenidos, para sorprender a los conductores con alguna pirueta que lo coloca al lado de sus ventanillas frente a una venta segura.

Con Mercurio, los oficiales de tránsito cuentan con servicio de alimentos y bebidas pronto y eficaz, a cambio de una vista gorda para las impertinencias de tránsito de un superhéroe.

Por Mercurio, la venta de tarjetas en la colonia constituye el orgullo de la empresa telefónica.

Agotadas las tarjetas, Mercurio agota su jornada a una hora crecientemente temprana.  Tendrá que pedir una dotación mayor para proseguir con su gesta de entregar al mundo las llaves de la comunicación. Por ahora, con el rostro todavía ruborizado de adrenalina y endorfinas regresa a su edificio abandonado de la esquina, donde se despoja de su poder.  Se asea brevemente con una toallita húmeda y oculta su identidad verdadera en la mochila.  Algún día le dirá a su mujer que hace varios años que lo despidieron de la empresa y que invirtió el penosamente escuálido monto de su caja de ahorros en un par de patines de línea.

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Fin del mundo

En el principio era el verbo… ¿amar? Y con él se generaron el mundo, las luces, los ojos, las selvas, los frutos, las bocas, los oídos, la vida. Fue así como el verbo fue multiplicándose en cosas y las cosas en palabras.

La palabra fertilizó las bocas de los hombres. Esto aceleró la cada vez más vertiginosa proliferación de términos cuyas voces suscitaron la construcción y la caída de la torre de Babel. Cundieron entonces los idiomas que impartieron identidades particulares a quienes los hablaban al adoptar maneras de pronunciar más acordes a sus entornos y percepciones.

La palabra continuó su carrera desaforada abandonando la dimensión boca-oído para ingresar al ámbito de la codificación visual.  Para cada lengua, un alfabeto para escucharla con los ojos; con las puntas de los dedos, inclusive, cuando las palabras escritas en su abundancia no quisieron ya ceñirse a la competencia de los videntes. Para cada lengua, unos usos y costumbres gramaticales que los hombres siguieron para volcar sus vidas enteras en roca, arcilla, papiro, pergamino y papel.  Así ellos tocaron la posteridad y al transcurrir los siglos, la palabra se había propagado incontenible en grabado, relieve, tinta, hojas y bosques de papel.

Un día la palabra encontró la manera de codificarse electrónicamente.  A partir de entonces las historias, los hallazgos, las noticias, las relaciones y los amores humanos antes eternizados (o al menos conservados) en papel, adquirieron una inmediatez que frecuentemente los volvió efímeros. Al mismo tiempo desapareció paulatinamente el teléfono que por décadas había portado la palabra hablada entre humanos.  La televisión misma, epítome de un siglo entero, abandonó la producción de contenidos nuevos, sumándose al reciclaje el día en que se mudó a la triple-doble-u.

Así la vida dejó de escucharse porque había dejado de pronunciarse.  Lo virtual acaparó todas las relaciones humanas con su alud de inmediatas imágenes y sensaciones generadas a partir de recreaciones, reproducciones y copias tan idénticas que el concepto “ejemplar original” dejó de existir. Los tesoros impresos  del mundo se digitalizaron para terminar desapareciendo físicamente en hogueras, desuso, archivos muertos.

Mientras, la escandalosa proliferación de la palabra por el ciber-universo llegó al día en el que los idiomas, otrora pulcramente descritos y preservados por academias de la lengua y diccionarios, se amalgamaron en una sola híbrida lengua común expresada con abreviaturas, siglas y convenciones simbólicas repetidas infinitamente en los lugares comunes que suplieron a la comunicación espontánea: la del corazón, la del alma. Cada individuo entonces quedó definido como tal por el dispositivo que empleaba para conectarse con el mundo cibernético al que se había mudado, y donde había terminado por perder sus propias palabras, sentimientos y emociones humanas.

Fue así como el hombre se olvidó de amar y, en consecuencia, el verbo, la palabra como tal dejó de proliferar.  La abreviaturas, siglas y convenciones habían ocupado su espacio reproduciéndose desaforadas como las células de un tumor canceroso que todo lo invaden en su loca multiplicación hasta matar al organismo que las contiene.

En su aparente inmensidad empero, el ciberespacio se había erigido sobre el sistema que lo originó. Un día ese sistema se cayó.  Un apagón generalizado. Absoluta e irremediablemente el Internet se desplomó sobre  sí mismo en una mega implosión que se tragó todas las letras, todos los símbolos, todos los restos y rastros de palabras que hubiesen quedado ahí registrados.

Desapareció el verbo y con él, la vida. Había llegado el fin del mundo.

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