Père Lachaise II: Soul Kitchen

Una de sus primeras citas de amor había sido en un espacioso y verde cementerio de Los Ángeles, por lo que la vida consideró apropiado que uno de sus últimos encuentros con ese amor transcurriera en el gris y superpoblado Père Lachaise.

Ella lloró frente a la tumba de Abelardo y Eloísa yacentes lado a lado por el resto de los tiempos, como lloró frente a una lápida doble desde la que se proyectaba un brazo masculino vestido con mangas de siglos pasados del lado derecho unido al  brazo enjoyado de una dama que salía por el lado izquierdo. Las manos de ambos se entrelazaban después de la muerte unidas en la eternidad de la piedra. Las inscripciones dejaban testimonio de ello. Ella pensó entonces que esa clase de amor, como muchos otros dones, toca sólo a unos cuantos.

Huyendo de sus lágrimas y de todo lo que su amor no fue, salió en pos de la tumba de Jim Morrison siguiendo cuidadosamente el mapita de tumbas famosas que le habían dado en la entrada. Apresuró el paso y terminó por abandonar el mapa dejando que su propio espíritu la llevara. Así, conectada a la memoria de una frecuencia radiofónica silenciosa encontró la tumba rápidamente, adelantándose a una expedición de estadounidenses menores de edad que también recorrían el cementerio.

El busto en piedra* del Rey Lagarto lucía humilde en relación con los monumentos fúnebres de sus vecinos. Alguien le había desfigurado la nariz como a la Esfinge la habían dejado los soldados napoleónicos. Otro más, hambriento de trascendencia, le había aplicado un chorro de pintura verde en aerosol. No importaba. Jim había tenido una cara tan bella en vida que la imitación en piedra poca fidelidad podía ofrecer. Deformarla no era deformar a Jim, sino a una piedra.

El lecho, digamos, estaba cubierto de cajetillas de cigarrillos, botellas de whiskey y otros licores, así como de latas de cerveza vacías. Presumiblemente, ofrendas de Día de Muertos. Como había vivido en el mundo, Morrison vivía en la muerte. Ella observaba todo sin entender si estaba ante un homenaje o una profanación. Medio pronunciaba una oración sobre esa tumba, sobre ese recuerdo de una vida, cuando irrumpieron los adolescentes bebidos.

Violentada su intimidad se refugió en las tumbas aledañas que nadie reconocía, nadie cuidaba. Una chica rubia sacó una hoja de cuaderno doblada y comenzó a leer una elegía en alcoholizado inglés estadounidense. Incomprensiblemente lloraba emocionada por el poeta autodestructivo. Esto no tenía sentido si para cuando la rubia había entrado al mundo, Morrison tenía rato de haberlo abandonado. Cual familiares del difunto armados de un itacate el 2 de noviembre, los chicos depositaron su respectiva botella y colillas frente al busto de piedra. Oculta tras una tumba, la mujer intentaba definir si presenciaba un peregrinaje, o algún culto.

La escasa sabiduría que toca a algunos apenas llega con las canas, pero ella aún no tenía. Se llenó de rebeldía. Morrison era parte de su vida, de su generación y su redención para ese día. Pero antes de salir como pantera a reclamar los derechos que había asumido por su cuenta, la venció la cobarde prudencia: nunca debe alebrestarse a un borracho. Suspiró y se retrajo privada del consuelo de su encuentro con el poeta del rock.

Sumida en ese pozo comenzaba ella a degustar su inminente soledad vitalicia cuando la atrajo el interior de un monumento fúnebre derruido y olvidado. En algún momento éste había perdido la pared posterior y quedado al descubierto como una especie de mortaja. Un soldado desconocido había penetrado por esa desaparecida puerta de atrás y en su afán de inmortalizarse, había trazado en la pared interior del monumento destruido una letra de Morrison: Soul Kitchen.

Ella repasó los versos de ese alfabeto secreto escrito en marcador negro. El acetato cayó en la torna-mesa de su memoria y comenzó a girar. Escuchó la música y la voz hechizante del Lagarto. Inesperadamente, la aguja que recorría el disco tropezó con una mancha de polvo. La voz se quedó repitiéndole su canto: I light another cigarette, learn to forget, learn to forget, learn to forget** (Enciendo otro cigarrillo, aprendo a olvidar, aprende a olvidar, aprende a olvidar…)

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* En 1990, el busto de Jim Morrison fue robado del cementerio.

** Tomado de “Soul Kitchen”; The Doors, 1967.

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Semana de amores

El domingo, el abrazo de mis amados hijos.
El lunes, la sonrisa de mi nuevo amor, mi nieto.
El martes se fuga mi corazón con la pasión del rock en vivo.
El miércoles, despedida del hogar que me fue mi Tía Rosa.
El jueves, calidez reconfortante en los amorosos guisos de mi hermana.
El viernes, me entierro en la bendición de mi trabajo.
El sábado vierto calladamente los frutos de estos amores
-tan semejantes a lágrimas- con el sonido de estas teclas.

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A papá I

Comprendí lo que te había dolido negarme aquello para lo que todavía no estaba lista cuando niña y adolescente, por el dolor que sentí cuando negué lo mismo a mis propios hijos.

Así supe cuánto me habías amado.

No sé si ahora que estamos al revés llegarás tú a comprender lo que me duele negarte aquello para lo que ya no estás capacitado.

¿Sabrás tú algún día cuanto te he amado?

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EL MERCADO

Esta mañana temprano a las ocho salí al mercado. En el puesto del pollo me encontré con Jesusita (mi abuela) y en el de la fruta con su primogénita, mi madrina Jesusita. La primera solía ir al mercado del pueblo a las siete a conseguir pan y calabaza en tacha o camote, para el desayuno del abuelo, y de paso provisiones para la comida. La encontré en el puesto del pollo porque cuando niña me impresionaba verla sacrificar alguna gallina de las que mantenía en la «otra casa» para la comida del día.

La segunda,  a las ocho, acudía al mercado de San Antonio en Guadalajara. Le gustaba estar pendiente de los productos de temporada con los que armaba los menús por los que sus hijos la recordarían a lo largo de sus vidas.  El frutero del mercado al que yo acudí exhibía los primeros mameyes de la temporada.  Por eso recordé que mi madrina estaría allí.

A diferencia de las Jesusitas que quizás por falta de refrigerador en sus primeros años de matrimonio se acostumbraron a ir al mercado todos los días, y continuaron haciéndolo toda su vida, mis provisiones tradicionalmente han provenido del supermercado. Claro, ese monumento a la practicidad no puede competir con la vista, el sabor ni el aroma de la calabacita turgente, el pescado fresco de ojos saltones ni los mangos manchados de su propia miel próximos a reventar –cual piñata– su sabor en el paladar más próximo y dispuesto.

Hoy me fugué a un pasado largamente extrañado de jitomates pegados a una vaina firme tan profundamente verde como la vida que sigue inyectando; a un presente recién descubierto en mí, que ya no frunce la nariz con el aroma del cilantro, no cierra los ojos a los brillantes motivos de las bolsas de mandado, ni se cubre los oídos repeliendo los avances del mercader de las hierbas que promete en una bolsa de salvia una experiencia más alucinante que la mariguana.

Aspiré en plena libertad y gusto las guayabas, las fresas, la piña, la coliflor con esa inhalación profunda con la que sale un buzo a la vida terrestre, un padre burócrata al abrazo de sus hijos, un oficinista al contacto con una rosa.

Sonrío cuando en el mercado paso frente a unas flores “nubecita” que por cinco pesos se van a mi casa. Una mujer me pesa ocho pesos de tierra que me anclarán a la vida con un nuevo soplo del aroma que me recuerda de dónde vengo y a dónde voy.

Esta mujer moderna de iDispositivos, proyectos y cuentas fiscales se reencuentra con una parte de sí misma y uno de los grandes placeres de la vida mientras tiende una mano humilde, emocionada, a las mujeres que la formaron: aquellas que todos los días nutrieron con amor escogido, picado y guisado a sus familias.

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Dignidad

Marchita como la hoja de otoño que soy, me visto terapéuticamente alegre para engañar el ánimo. Aplico la máscara: rimel, delineador, base y labial… «para no andar deprimiendo a la gente» escucho en mi cabeza. Es algo que leí por ahí. Mi atención se dirige hacia afuera para no perderme en el gris de mi abismo personal. Me ignoro sola entre los otros solos que esperan el camión en la esquina.

Y vienes caminando tú, un paria, abrazado a tu cuate. Y comparten trago a trago una cantidad ínfima de líquido encerrada en un bote de Frutsi. La masa -imperceptible cual terremoto- les abrimos paso. Son-teporochos-vienen-borrachos-seguramente-van-a –pedirnos-dinero-no vamos-a darles-para-su-vicio… Y te detienes frente a mí medio segundo desafiando la invisible y dura barrera de indigno desprecio y ostracismo. Pese a tu olor a alcohol, cabello enmarañado y vestimenta parda, sostienes una mirada firme, clara, de ojos verdes aún jóvenes, milagrosa e inexplicablemente joviales. No llevan rastro de ironía ni impertinencia cuando escucho tu voz:
—¡Qué bonita se ve usted, señorita!
Mi pared infranqueable se viene abajo con la inesperada gallardía. Sorprendida, pero genuinamente halagada sostengo tu mirada y aun temiendo tu alcohol, mi boca se abre con el gracias que nos termina de bañar de dignidad.

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Tus letras

Las palabras son sombras de cuerpos que se han perdido.
Juan Villoro. Editorial Reforma; abril 20, 2006

Querida tía:

Acabo de leer tu carta. Me ha dado mucho gusto saber de ti. ¡Había pasado tanto tiempo! Te agradezco tus palabras de aliento. En efecto, los muchachos me salieron muy buenos hijos: bellos por dentro y fuera. Saber que disfrutaste la foto de ellos que te mandé vuelve a encenderme el alma con ese reconfortante calorcito que siempre supiste darme.

Bueno, la verdad es que comencé a sentir tu cariño desde que hallé el sobre y reconocí tu letra: las emes simétricas, las eses intrincadas, la cu mayúscula en forma de dos. Tus letras inmediatamente me comunican la alegría de que es un mensaje tuyo. ¡Una alegría diferente a la que me provocaban las letras de él! Sus vocales redondas de igual circunferencia, ligeramente inclinadas bajo el peso de los trazos ascendentes y descendentes me aceleraban el corazón. ¡A veces el papel conservaba el olor de su perfume! Tanto leí sus cartas que dudo se hayan borrado de mi mente el día que las tiré para olvidarlas. Cuando llego a encontrar sobrevivientes letras suyas, vuelo hacia atrás, hasta la distante mañana feliz en que descubrí su declaración de amor envuelta en un sobre manuscrito y cubierto de timbres postales.

En este tiempo de mi vida ya no recibo cartas, sólo lo que llamamos “correos” de Internet. Estos mensajes efímeros me colman con el gusto de la inmediatez y abundancia de las ideas o las emociones vertidas por las palabras de mis remitentes. A veces, la familiaridad incluso me permite escuchar sus voces cuando las leo. Mas con todo y sus virtudes de cercanía y prontitud, antes de destilarse hasta mi corazón, estas palabras entran a mis ojos con la frialdad de una llovizna de gotas iguales, con sus letras iguales, sobre una pantalla siempre igual. Estas palabras sólo tienen sus significados para cobrar vida. A veces hasta es difícil leer los sentimientos que contienen, porque sus letras uniformes, impersonales carecen de intención.

Hoy, en cambio descubrí en un sobre con letras, timbres y sellos postales, una hoja amarilla del bloc que siempre conservabas en la cocina para anotar recados apresurados, recetas recibidas por teléfono o la lista para hacer el mandado. En ella tengo unas palabras hechas con tu letra manuscrita, tipo Palmer, con tus eres de varita (nunca aprendí a renunciar a mis propias eres cuadradas) y tus tildes ascendentes. Impresos en tu saludo están tu sonrisa y el movimiento de muñeca que solías repetir al inicio de cada párrafo. ¡Se me hacía tan elegante! Anunciaba que ibas a manifestar algo por escrito y por ende, de relevancia. Ese respeto que te llevó a repetir tus primeras cartas o mensajes hasta que quedaran sin tachaduras ni faltas de ortografía, te convirtió en virtuosa del arte de pensar antes de externar. Una mirada al rastro de tu pluma sobre el papel revela soltura y vivacidad para expresar tu sentir y tu modo de ser.
De ti tengo tus palabras. Tuyas, porque les diste forma sobre el papel para poder usarlas. Tengo tus letras trazadas con tu personalidad, tu estado de ánimo. Tengo un sobre y una hoja de papel atemporal, trascendental que vuelve a entregarme tu saludo sonriente y tu cariño aunque tú hayas fallecido hace tantos años.
Te recuerda y te quiere,
tu sobrina

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Muger

Era noche de fiesta frente al Teatro de la Ciudad de México. Era noche de luces para la música y la amistad, pero los recuerdos no saben de planes ni de momentos oportunos. Simplemente asaltan y sorprenden. Así son también los fantasmas. No saben de invitaciones, sólo se aparecen de repente.

La letra “g” inicia la palabra grito. Es la que utilizaste para identificarte esa noche a través de la ouija. No diste tu nombre, sólo tu condición: m-u-g-e-r. Justifiqué mi propia ignorancia atribuyendo lo que yo interpreté como error de ortografía a tu falta de instrucción. En tu día las mujeres poco iban a la escuela. Pero, luego aprendí, en tu día también se escribía mujer con “g” de grito.

Te preguntamos dónde había un tesoro. Impaciente, guardaste silencio. Preferiste accionar el señalador para asuntos más personales, como el año de tu muerte: 1-8-2-0. Quizá guardaste silencio porque, como muger, eras pobre.

Entiende que información tan escueta hace imposible buscarte en los archivos. Y aunque se hubiera dado un caso de extrañas coincidencias en que yo te hubiese encontrado, nadie queda aquí para recordarte tal y como fuiste. ¿Por qué negarte al inevitable olvido que la muerte termina por imponernos a los comunes?

¿Por qué persistes en rebelarte renunciando a la paz que seguramente mereces? Nos dejaste muy claro que no hubo paz en tu muerte con ese movimiento de vorágine alocada que impusiste al señalador cuando te preguntamos: ¿De qué moriste? Me hiciste salir corriendo a llamar a don Rafael para que restableciera el orden en la cocina donde nosotros, ignorantes, habíamos jugado con fuego.

Recuerda cómo te dijo él con autoridad que buscaras la luz. Te llamó a la paz y la invocó para ti. ¿Por qué no le hiciste caso? ¿A dónde te fuiste cuando abandonaste tan abrupta al señalador?

La verdad es que no me importó en ese momento. Suspiré de alivio creyéndote por fin en paz. Pero debes de seguir vagando por ahí. Primero hiciste aparecer la ouija que permaneció guardada y ociosa por más de veinte años en la vieja casa de don Rafael, muerto también muchos años atrás. Como no te hice caso ni permití que alguien más lo hiciera, ahora que me encuentro con mis amigos en la acera del antiguo Hospital del Divino Salvador que mira de frente al Teatro de la Ciudad, me pegas de gritos con “g” desde el medallón sobre la antigua puerta que reza: “Asilo para Mugeres Dementes”.

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La cristalería

Eres luminoso como un sol.  Tierno y espontáneo como un niño.  ¡Cómo me gusta pasar los dedos por tus rizos cuando dejas que le ganen al peluquero!

Tu corazón es diáfano y libre, carente de malicia y quizá también ajeno a la empatía.  Eres como esas flores que capturan la vista y embelezan sin mayores esfuerzos por conquistar aprobación, sólo por el simple hecho de ser.  Así es como cautivan los niños; así es como cautivas tú.

Eres como ese muchacho que entra a una cristalería y se deja llevar por los ojos hasta una pieza que recoge con las manos.  La mira admirado y la toca amoroso.  La acuna en sus brazos y cuando la levanta para mirarla de nuevo se deslumbra, aparta la vista porque ha descubierto otra pieza que lo atrae.

Dejas caer la obra que tenías en tus manos con tal de sacar a la otra de su estante para acariciarla con tus ojos, tus dedos y tus palabras suaves.

No reparas en la ruina a tus pies sino hasta que mis astillas te hieren o crujen bajo la suelas de tus zapatos.

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Deserted Couches

A story by Luis Bernardo Pérez

They just show up on the street, cumbersome and worn, as if boasting how out of place and abandoned they are. Only yesterday they were  furniture in a respectable home and had their own place in a living room or den, but come the morning, you find them on any street corner or under a lamppost -alone- contending against the weather. Their only chance for survival is for a stranger to come by  willing to pick them up to furnish his own house.  This rarely happens.  The dirty upholstery, the cigarette burns, the broken leg, the tattered, shapeless seat make deserted couches objects of scorn.

Most often they sit in the same place for weeks, months even! Harboring every kind of vermin, drinking in rainwater and slowly rotting until at last (to the neighbors’ relief!) the municipal garbage service hauls them away.

Yet just before this happens; just before the weather, moisture and canine detritus completely ruin a deserted couch, you should take the opportunity to stretch out in it.  Don’t let such a chance pass you by !  Any morning as you hurry to work, if you  run into one, take a few minutes… Muster up the courage to overcome your natural disgust over sitting on a piece of furniture in such a state.  Yes, it is very likely that the other passers-by will produce a certain discomfiture, but don’t feel embarrassed.  Act as if you were in your own living room: just sit down and try to find your most comfortable position.  What if the backrest is torn, its innards spilling out everywhere, or if the armrests are loose or stained?  Cross your legs.  You might even feel like smoking or scratching your head.  Let yourself go! Little by little you’ll begin to experience a feeling of placidness, of serenity beyond words that will let you view the world with new eyes.  This perhaps could even be the first time in your life that you momentarily stop to distance yourself from everyday events to view them as if you were sitting in a theater. From that vantage point everyday realities may well appear like a laughable spectacle; like a play with an absurd and ridiculous script.

All at once, this experience will reveal to you the meaning of existence and your own reason for being. Then upon such a revelation (quite comparable to an epiphany!) you will stand up, tidy your suit and be on your way. Nevertheless, it is very likely that you will not be in such a hurry as before… you might not even want to get to work.

Translation: Martha Macías

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La tienda de música

Entrar a una tienda de implementos musicales; esto es, un expendio de instrumentos, electrónica e iluminación, es como entrar a una fábrica de sueños (valga el lugar común).  Los clientes miran, se miran y te miran con los ojos encandilados de soñarse despiertos tocando aquella guitarra en la vitrina tan bien como el Santana que la tiene en sus manos en el cartel del fondo. Un micrófono Shure SM-58 (“de bolita”) automáticamente eleva al tenedor al rango de las grandes voces del rock. Una mezcladora y unas bocinas con power casi, casi te vuelven profesional.

Esos ojos encandilados se reconocen entre sí, aun en un local lleno de extraños.  Se leen los sueños mutuos, intercambian miradas de empatía y se pierden de vista al concluir sus respectivas compras; pero antes, la afirmación no verbal:  mírame bien, pues llegaré al estrellato.

Así armados los clientes van abandonando la tienda en pos del sueño que, después de todo, siempre es el primer paso hacia la realidad.

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